Sofía del Pedregal. Lo abierto. Espacio Andrea Brunson, junio de 2019
Megumi Andrade Kobayashi
«Oh, este es Richard Tuttle… él está interesado en la impermanencia en el arte», comentó irónicamente un crítico al encontrarse con una serie de papeles octogonales adheridos a las paredes de un museo en Dallas. «¡¿Qué es más permanente que lo invisible?!» le respondió, ofuscada, la galerista norteamericana Betty Parsons. Para Richard Tuttle, en toda expresión artística debe existir una consideración de su contraparte; en el caso de la pintura y la escultura, algo que dé cuenta de la presencia de lo invisible, lo opuesto a la experiencia visual.
Las pinturas que componen Lo abierto de Sofía del Pedregal siguen de cerca el procedimiento de la variación, a la manera en que Raymond Queneau realizó, en 1947, sus Ejercicios de estilo. Como en el libro del escritor oulipiano, las pinturas de Sofía giran en torno a una primera composición que oficia de base o pilar, de la cual proliferan múltiples versiones, una secuencia potencialmente infinita. El punto de partida: un paisaje costero en cuya arena reposan fragmentos que, con la languidez de un veraneante, no se animan a revelar qué son ni de qué están hechos. Si bien estos pedacitos de algo conviven con elementos plenamente reconocibles -mar, cielo, rocas y plantas-, al escabullirse su referente, la imaginación, de pronto, se sacude; reclama un lugar y abre la puerta a la elucubración. A partir de este primer motivo, se despliegan una serie de traducciones, algunas más sutiles que otras. En las pinturas sobre cartón tamaño postal, por ejemplo, fragmentos, rocas y plantas desaparecen, y la ausencia de olas revela un mar que apenas se anima a apoyar sus bordes en tierra firme. El horizonte y su infinitud adquieren protagonismo, aludiendo a uno de los posibles sentidos de lo abierto. En la pintura sobre tela, que resalta por su gran formato, las modulaciones son leves pero desorientadoras; sombras sobre la arena delatan volúmenes (formas más constituidas), a la vez que atraen indicialmente al sol, uno de los grandes ausentes de estas imágenes. En otro conjunto, el ejercicio de sustracción ocurre en sentido inverso: retirado el paisaje, lo que quedan son manchas y figuras suspendidas sobre el silencio del papel. A partir de este ejercicio de desasimiento, se podría pensar que las pinturas transitan en torno a un vacío que, a la vez, se encargan de componer. Se trata, eso sí, de una composición inestable, impermanente como la arena de un karesansui (jardín seco japonés), o los papeles octogonales de Richard Tuttle.
En Ejercicios de estilo, más que el relato inicial -que, por lo demás, cuenta una anécdota totalmente nimia- lo central es la variación, la deriva que ocurre al pasar las páginas del libro, las relaciones que de pronto afloran entre estilo y estilo. Algo similar ocurre con las pinturas de Lo abierto. En lugar de una imagen que da pie a una deriva, lo fundamental del conjunto se ubica en las modulaciones generadas entre cada imagen, en los espacios que, a pesar de las tonalidades que establecen cierta familiaridad, terminan por desorientar. ¿Cuál primera? ¿Qué lugar? ¿Qué? La pintura y su contraparte, lo visible y lo invisible.